martes, 20 de enero de 2015

LOS GIGANTES SE DESTRUYEN SOLOS

(ALFONSO FRANCIA)
La liebre, conocedora de su agilidad, no hacía más que burlarse de la tortuga que se aloja en aquellas rocas del río. Cuando había animales delante, la humillaba más; qué patas y pies tan bonitos, ¿para qué los quieres, si eres tan lenta? Esto y más lo decía siempre con mucho “recochineo”. La pobre tortuga estaba tan harta ya que un día desafió a la liebre a ver cuál llegaba primero allí donde estaba aquel grueso árbol. La liebre soltó una enorme carcajada, al escuchar tal ocurrencia. Casi todos los animales se lo tomaron a broma, pero la tortuga insistió con enorme enfado, creyendo en sus facultades de constancia y amor propio; ella podría ser el David que venciera al Goliat.
-Ya que te empeñas, campeona de la lentitud, en apostar, corramos; bueno, tú, inténtalo, porque tú, con esa barriga tan pesada que tienes… Que la zorra haga de juez; ella corre mucho y, al mismo tiempo, es muy astuta.
La zorra dio la orden de salida, la tortuga se lanza, mientras la liebre se queda riendo, segura de que en unos segundos la adelanta. Comienza a contar a todos sus hazañas: cómo escapó de los perros que ya casi la tenían atrapada, cuántas veces esquivó a los cazadores, otras carreras que había hecho, las maneras de defenderse del lobo y de todas las aves rapaces.
Nada le había salido mal, siempre había triunfado. Habló y habló largo tiempo. Tenía muchas experiencias, muchas apuestas ganadas en su vida. Nadie había podido con ella.
Precisamente cuando dijo que nunca había perdido ante nadie, se acordó de la tortuga, quiso correr inmediatamente, pero… llegó tarde. La tortuga ya lo estaba celebrando con otros muchos animales.
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